Por esto mismo, en estas épocas de redoblados entusiasmos partidarios, vale más que nunca vacunarse contra la mediocridad de los discursos que alientan el fanatismo y la simplificación de dividir el mundo en buenos y malos. La realidad es menos cómoda. Y la palabra consenso es un concepto de una radicalidad democrática que no pueden entender quienes entienden que lo radical es imponer bajo cualquier costo y por cualquier medio la posición propia. Buscar consensos no es desconocer las luchas de intereses, ni los juegos de poder, ni supone ser ingenuamente neutral, sino tener madurez política como sociedad. El que ha naturalizado la neutralidad está en el otro extremo del que sólo ve poder e intereses en todo lados (y sobre todo, "los perversos intereses del otro") y ha quedado paralizado para pensar junto a los demás. Pero son dos caras de la misma moneda. Así, el ciudadano que resulta más necesario a la hora de construir democracias sanas es el que no está en esos extremos, es el que está en el punto medio, en donde se reconoce la presencia de los intereses y los juegos de poder, pero aún así se supera esa barrera para buscar puntos de encuentros y apreciar los mejores argumentos en busca de prácticas políticas, de resoluciones colectivas a problemas en común, que beneficien a todos y no sólo respondan a intereses particulares, ya sean individuales o corporativos. Y este tipo de ciudadanos, de generosidad intelectual y buena voluntad para con el que piensa distinto, son los que escasean en nuestra sociedad.
Pero, retomando el punto de partida, quizás sea pertinente esbozar brevemente qué supone el argumentar, al menos en planos formales. En primera instancia, vale decir que no cualquier afirmación puede formar parte de una argumentación, o sea, sólo determinados tipos de afirmaciones califican como premisas en el marco de una estructura argumentativa. Así, sólo podemos tomar en cuenta aquellas expresiones que estén afirmando o negando algo y que estén trasmitiendo algún tipo de información que podamos evaluar como verdadera o falsa. Y una estructura argumentativa mínima requiere al menos dos afirmaciones, una que oficie como conclusión y otra como premisa, como razón, que apoye, que respalde esa conclusión que se está poniendo en juego. Y, por supuesto, cuenta la calidad, la fortaleza, de las buenas razones que se dan para apoyar lo que se está afirmando. Entonces, en la medida en que no exista el socorro de ninguna razón que apoye nuestro punto de vista, no estaremos argumentando.
Por ejemplo, en esta época de contiendas electorales, serán pan diario expresiones del tipo “El gobierno de X fue mejor” o “Este gobierno fue el mejor de todos” o algunas menos positivas que directamente señalen que “Los Y son corruptos” o que “Menganito nos robó”, etc. O la referencia a filiaciones ideológicas del otro utilizadas como un adjetivo despectivo que supuestamente nos da la razón por el mero hecho de ser planteado. Así, resurgirán expresiones del tipo “X es marxista” o “Y es neoliberal” y eso será tomado como un argumento cuando no lo es. Incluso será considerado un argumento contundente. Es que solemos responder en función de la evaluación que tenemos de antemano de la ideología con que hemos etiquetado a quien plantea una idea, más que a la idea en sí. Además de cargar en el otro toda la “mala compañía” que se da sobreentendida. Sucede entonces que, en el imaginario más corrientemente ideologizado, un “neoliberal” seguramente sea considerado un partidario de Bush o del “imperialismo norteamericano” y un “marxista” un defensor de Chávez o del “dictador Fidel Castro”, debiendo cargar con esos “estigmas” en el marco del intercambio de ideas. Cuando se afirma “Los X son unos neoliberales reaccionarios” y “los Y unos comunistas autoritarios” no estamos más que ante simples expresiones, que aunque podrían formar parte de una argumentación -aun cuando rompen la regla del buen diálogo y en la medida que suponen un punto de vista que puede ser evaluado como verdadero o falso- no lo hacen en tanto carecen del respaldo de razones. Entonces es cuando basta que aparezca un “¿Por qué?”, que es el mecanismo natural del filosofar y la manera espontánea que tienen los niños de ir aprendiendo el mundo, para que se tenga que activar el mecanismo de la argumentación. Pero, lo más preocupante es que ese nivel de argumentación clausura de antemano, por su afán descalificador, cualquier forma de debate constructivo. Representan, en definitiva, la negación de toda instancia de pensar junto a otros. Representan un atentado contra una ética mínima que se debe tener a la hora del intercambio de ideas. Sin embargo, esta ausencia de argumentación y utilización del desagravio y el panfleto, en muchas ocasiones es más eficaz que el esfuerzo de argumentar debida y constructivamente. Es que llevando adelante esa práctica, y sobre todo en tiempos electorales, generalmente se logran obtener más adhesiones que de la otra manera, la que concibe la argumentación como una sutil práctica de exposición de buenas ideas en el camino de la búsqueda de acuerdos consensuados.
En definitiva, se vienen meses de contienda partidaria - en el país de la partidocracia- en donde la persuasión juega un papel central y la demagogia se convierte en una estrategia decisiva a la hora de los debates políticos. Lo psicológicamente persuasivo, aunque no responda a una estructura argumentativa válida o medianamente sólida, suele tener más impacto y lograr más votos. De hecho, basta analizar quienes son los políticos que han tenido más “éxito” de imagen y votos en estos últimos años para comprobar esta realidad. Pero quizás en eso consista precisamente la habilidad del “buen” político -y la posterior emulación discursiva del militante “fanático”- y aunque ciertamente las personas no adhieren a determinada ideología o partido político por encontrar más o menos falacias en un autor o en un discurso político partidario que en otro, en un espacio de madurez democrática y de respeto por la diversidad de ideas todos los actores sociales involucrados deberíamos comprometernos a elevar la calidad de nuestros debates. Esto supone atender a la forma, el contenido y los principios éticos que sustentan nuestras argumentaciones. Sólo así podremos construir una sociedad mejor para todos. Y en esto, la educación juega un rol central. Es necesario y urgente comenzar a educar en prácticas argumentativas adecuadas a las exigencias democráticas y en una educación que priorice la diferencia por sobre la igualdad, en la medida que somos iguales en la diferencia y sólo generando una cultura de la otredad estaremos en condiciones de lograr los acuerdos sociales que respetando las ideas del otro garanticen la debida igualdad. Por el momento, lo que ha venido reinando es la desigualdad por imposición de ideas de quienes ostentan el poder político –o la mayoría ideológica- de turno.
Un sano debate democrático supone ciertas condiciones mentales. Es que la democracia es ante todo un estado mental, un devenir de la sensibilidad. Y nuestros principales problemas políticos –y culturales- suelen estar en la cabeza antes que en el bolsillo.
Mejorar nuestras prácticas democráticas depende de cada uno de nosotros y en lo inmediato no estaría nada mal comenzar por exigir a nuestros políticos un debate acorde a una sociedad que necesita finalmente madurar y crecer en conjunto.
Pero, retomando el punto de partida, quizás sea pertinente esbozar brevemente qué supone el argumentar, al menos en planos formales. En primera instancia, vale decir que no cualquier afirmación puede formar parte de una argumentación, o sea, sólo determinados tipos de afirmaciones califican como premisas en el marco de una estructura argumentativa. Así, sólo podemos tomar en cuenta aquellas expresiones que estén afirmando o negando algo y que estén trasmitiendo algún tipo de información que podamos evaluar como verdadera o falsa. Y una estructura argumentativa mínima requiere al menos dos afirmaciones, una que oficie como conclusión y otra como premisa, como razón, que apoye, que respalde esa conclusión que se está poniendo en juego. Y, por supuesto, cuenta la calidad, la fortaleza, de las buenas razones que se dan para apoyar lo que se está afirmando. Entonces, en la medida en que no exista el socorro de ninguna razón que apoye nuestro punto de vista, no estaremos argumentando.
Por ejemplo, en esta época de contiendas electorales, serán pan diario expresiones del tipo “El gobierno de X fue mejor” o “Este gobierno fue el mejor de todos” o algunas menos positivas que directamente señalen que “Los Y son corruptos” o que “Menganito nos robó”, etc. O la referencia a filiaciones ideológicas del otro utilizadas como un adjetivo despectivo que supuestamente nos da la razón por el mero hecho de ser planteado. Así, resurgirán expresiones del tipo “X es marxista” o “Y es neoliberal” y eso será tomado como un argumento cuando no lo es. Incluso será considerado un argumento contundente. Es que solemos responder en función de la evaluación que tenemos de antemano de la ideología con que hemos etiquetado a quien plantea una idea, más que a la idea en sí. Además de cargar en el otro toda la “mala compañía” que se da sobreentendida. Sucede entonces que, en el imaginario más corrientemente ideologizado, un “neoliberal” seguramente sea considerado un partidario de Bush o del “imperialismo norteamericano” y un “marxista” un defensor de Chávez o del “dictador Fidel Castro”, debiendo cargar con esos “estigmas” en el marco del intercambio de ideas. Cuando se afirma “Los X son unos neoliberales reaccionarios” y “los Y unos comunistas autoritarios” no estamos más que ante simples expresiones, que aunque podrían formar parte de una argumentación -aun cuando rompen la regla del buen diálogo y en la medida que suponen un punto de vista que puede ser evaluado como verdadero o falso- no lo hacen en tanto carecen del respaldo de razones. Entonces es cuando basta que aparezca un “¿Por qué?”, que es el mecanismo natural del filosofar y la manera espontánea que tienen los niños de ir aprendiendo el mundo, para que se tenga que activar el mecanismo de la argumentación. Pero, lo más preocupante es que ese nivel de argumentación clausura de antemano, por su afán descalificador, cualquier forma de debate constructivo. Representan, en definitiva, la negación de toda instancia de pensar junto a otros. Representan un atentado contra una ética mínima que se debe tener a la hora del intercambio de ideas. Sin embargo, esta ausencia de argumentación y utilización del desagravio y el panfleto, en muchas ocasiones es más eficaz que el esfuerzo de argumentar debida y constructivamente. Es que llevando adelante esa práctica, y sobre todo en tiempos electorales, generalmente se logran obtener más adhesiones que de la otra manera, la que concibe la argumentación como una sutil práctica de exposición de buenas ideas en el camino de la búsqueda de acuerdos consensuados.
En definitiva, se vienen meses de contienda partidaria - en el país de la partidocracia- en donde la persuasión juega un papel central y la demagogia se convierte en una estrategia decisiva a la hora de los debates políticos. Lo psicológicamente persuasivo, aunque no responda a una estructura argumentativa válida o medianamente sólida, suele tener más impacto y lograr más votos. De hecho, basta analizar quienes son los políticos que han tenido más “éxito” de imagen y votos en estos últimos años para comprobar esta realidad. Pero quizás en eso consista precisamente la habilidad del “buen” político -y la posterior emulación discursiva del militante “fanático”- y aunque ciertamente las personas no adhieren a determinada ideología o partido político por encontrar más o menos falacias en un autor o en un discurso político partidario que en otro, en un espacio de madurez democrática y de respeto por la diversidad de ideas todos los actores sociales involucrados deberíamos comprometernos a elevar la calidad de nuestros debates. Esto supone atender a la forma, el contenido y los principios éticos que sustentan nuestras argumentaciones. Sólo así podremos construir una sociedad mejor para todos. Y en esto, la educación juega un rol central. Es necesario y urgente comenzar a educar en prácticas argumentativas adecuadas a las exigencias democráticas y en una educación que priorice la diferencia por sobre la igualdad, en la medida que somos iguales en la diferencia y sólo generando una cultura de la otredad estaremos en condiciones de lograr los acuerdos sociales que respetando las ideas del otro garanticen la debida igualdad. Por el momento, lo que ha venido reinando es la desigualdad por imposición de ideas de quienes ostentan el poder político –o la mayoría ideológica- de turno.
Un sano debate democrático supone ciertas condiciones mentales. Es que la democracia es ante todo un estado mental, un devenir de la sensibilidad. Y nuestros principales problemas políticos –y culturales- suelen estar en la cabeza antes que en el bolsillo.
Mejorar nuestras prácticas democráticas depende de cada uno de nosotros y en lo inmediato no estaría nada mal comenzar por exigir a nuestros políticos un debate acorde a una sociedad que necesita finalmente madurar y crecer en conjunto.
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