lunes, 27 de enero de 2020

El socialismo como punto de partida para el liberalismo

Comparto artículo que publiqué en la agencia de noticias Uypress: https://www.uypress.net/auc.aspx?101806

Y que pueden leer también aquí:


El socialismo como punto de partida para el liberalismo

En Sobre los problemas sociales (1922), Vaz Ferreira se plantea la interrogante de si es posible resolver aquello que denominamos “el problema social” y señala que, en todo caso, requiere de una solución que no será ciertamente perfecta, considerar todas las soluciones posibles, analizar ventajas e inconvenientes de cada una y, por último, realizar una elección.
Esto tiene un inconveniente, nos indica: no resulta factible sopesar todas las teorías -incluyendo aquellas que escapan a nuestras previsiones- ni efectivamente contemplar todas las ventajas y desventajas. Y, además, siempre tenemos el problema de las subjetividades, de las sensibilidades particulares, en relación a esta cuestión del “problema social”. Sin embargo, lo que hay que alcanzar es precisamente una solución consensuada de elección. Y para esto, nos dice Vaz, lo primero sería comenzar por:

“algo utilísimo y bueno, que es lo primero que voy a tratar de sintetizar aquí; y es empezar por investigar si hay tanta oposición real como aparente, si no debería haber un acuerdo mayor; si está bien que, como ocurre en la práctica, las tendencias y las teorías luchen como si fueran contrarias en todo y desde el principio –o si todas esas tendencias deberían tener una parte común, sin perjuicio de que el resto siguiera siendo materia de discusión. Y es esto último lo que voy a tratar de mostrar: que, en vez de oposición y lucha total (por ejemplo: de conservadores contra socialistas, anarquistas, etc.), como hay en gran parte y como se cree que tiene que haber, los espíritus comprensivos, sinceros, humanos, pueden y deben de estar de acuerdo sobre un ideal suficientemente práctico, expresable por una fórmula, dentro de la cual caben grados” (Sobre los problemas sociales, vol. VII de la Edición de Homenaje de la Cámara de Representantes, pág. 21)

Y vale recordar, en este punto, que Vaz Ferreira fue influido en buena medida por el liberalismo de Stuart Mill (particularmente de su concepto de libertad) y por el liberalismo evolutivo de Herbert Spencer (sobre todo por su concepción del individualismo) y si bien evita utilizar el término “liberalismo”, refiriéndose en cambio a la tendencia “individualista”, es pertinente ubicarlo en la tradición liberal  (y de ahí la oportunidad y pertinencia del título de este artículo, cuyas características de divulgación, y por fuera de un afán académico, no pretende ni permite profundizar debidamente en el punto, aunque invito a leer autores nuestros que han analizado con hondura la cuestión, como sucede con textos de Arturo Ardao, Miguel Andreoli, Yamandú Acosta, Manuel Claps, Carlos Mato, Fernanda Diab, Andrea Carriquiry, Gerardo Caetano, Agustín Courtoisie, Jorge Liberati, Mario Silva García, Lía Berisso, Enrique Puchet, Rubén Tani, Horacio Bernardo, entre otros).

Luces y sombras del socialismo y el individualismo

Y es a partir del planteo de la búsqueda de una fórmula que evite las oposiciones que nos paralizan, y se concentre en los puntos de encuentro, que el autor aborda las dos tendencias ideológicas dominantes en relación al problema social:

 “La oposición fundamental es la lucha de la tendencia individualista y la tendencia socialista; ésta es, diremos, la oposición polarizante. Bien: si se examinan esas tendencias como se presentan, hacen más o menos este efecto al que no está fanatizado ni unilateralizado:
El “individualismo” se presenta como la tendencia a que cada individuo actúe con libertad y reciba las consecuencias de su actos (esto, esencialmente; pues la parte de “beneficencia” que admite el esquema individualista, es como simple paliativo). Y esa tendencia así formulada produce al espíritu sincero y libre, una mezcla de simpatía y antipatía.
Simpatía, porque la tendencia es ante todo favorable a la libertad, que es uno de los determinantes de la superioridad de nuestra especie. Y porque es favorable a la personalidad. Y porque es favorable a las diferencias individuales. Y porque es tendencia fermental. Capacidad y posibilidades de progreso. Pero produce, la tendencia, también antipatía. Ante todo, por su dureza: cierto que generalmente suele presentarse paliada por la beneficencia; pero ésta, encarada como caridad, no nos satisface.
Y, además de su dureza, el individualismo nos aparece como la teoría que de hecho sostiene el régimen actual; y entonces, va hacia ella nuestra antipatía: por la desigualdad excesiva, por la inseguridad; por el triunfo del no superior, o cuando más del que es superior en aptitudes no superiores, por ejemplo la capacidad económica. Demasiada predominancia de lo económico, absorbiendo la vida. Y justificación de todo lo que está, como la herencia ilimitada, la propiedad de la tierra ilimitada, etc.
Ahora, el “socialismo” nos produce, desde luego, efectos simpáticos, por más humano: hasta su mismo lenguaje y sus mismas fórmulas…más bondad, más fraternidad, más solidaridad; no abandonar a nadie; también tomar la defensa del pobre, del débil. Simpático, también, por la tendencia a la igualdad, en el buen sentido. Simpático, todavía, por sentir y hacer sentir los males de la organización actual, y así mantener sentimientos y despertar conciencias. Y tal vez, también, capacidad de progreso en otro sentido.
En cambio, antipático, o temible, por las limitaciones, que parecen inevitables, para la libertad y para la personalidad. Limitaciones a la individualidad. Tendencia igualante, en el mal sentido. Claro que eso no está siempre consciente en la doctrina: adeptos de ella buscarían la realización, no a base de imposición, permanente o pasajera, sino de sentimientos; pero entonces el socialismo se nos aparece como una de esas tendencias que supondrían un cambio psicológico demasiado grande y ya utópico para la mentalidad humana. Y así, podría decirse, en este primer examen, que al socialismo parece presentársele una especie de dilema: o utopía psicológica, o tiranía. Autoridad, leyes, gobierno, prohibiciones, imposiciones, demasiado de todo esto. Y demasiado estatismo, algo que tiende a suprimir la personalidad, la individualidad y las posibilidades de progreso. Esto último lleva a sentir al socialismo, también como algo que fija, como algo que detiene; y pensamos en esas organizaciones, de los artrópodos, por ejemplo, en que la perfección va unida a la detención del progreso.
Y, así, si recibimos los conceptos y tendencias como se presentan y si nos sometemos a su acción sinceramente, el resultado será la duda, la oscilación.
Y la oposición de esas dos tendencias es, en verdad, lo fundamental: el análisis de otras nociones, propiamente no agregaría nada esencialmente a ellas. Repitámoslo: lo esencial sigue siendo el conflicto de las ideas de igualdad y de libertad (con las tendencias respectivamente conexas).” (obra citada, págs. 22 a 25)

Socialismo hasta un punto y luego libertad

Vaz Ferreira se centra en el planteo de la oposición libertad/igualdad y nos remarca que hay gente más "sensible" al valor de la libertad y personas más "sensibles" al valor de la igualdad, a la vez que entiende que la libre acción genera inevitablemente desigualdad y, por otra parte, la idea de igualdad termina introduciendo coercitivamente la redistribución. Entonces, afirma, la alternativa viable como solución de elección, como resolución al problema social, debe contemplar la fusión de lo mejor de una y otra tendencia.
Enfocándose en esa propuesta de fusión, entiende que si bien lo deseable para una comunidad es esperar que cada individuo obtenga la consecuencia de su acciones, del desarrollo de sus talentos y virtudes, el problema es que no todos partimos de posiciones igualitarias y, entonces, igualar el punto de partida sería lo primero y esencial.
Pero para que esto suceda se debería acabar con el mecanismo natural de transmisión de bienes económicos y herencia cultural en una familia, lo que Vaz Ferreira denomina “familismo”, régimen en donde las generaciones pasadas pesan sobre el presente y que reproduce la desigualdad sin más, sin contemplar los debidos merecimientos y esfuerzos que cada generación debe poner en juego.
Siendo esta una solución difícil de concretar (recordemos en tal sentido la crítica y propuesta de Vaz Ferreira para limitar la herencia) y que atenta en algún punto contra aspectos que son derechos entendibles de los padres (por ejemplo,  el hecho de brindarles, de heredarles, a sus hijos las “ventajas” culturales), lo que Vaz finalmente propone es atenuar las desigualdades para luego dejar primar una sociedad en donde los individuos sean responsables de sus actos, de su destino y lugar en la sociedad, más allá de lo que ha sido determinado de antemano por el familismo y más allá también del cobijo socializante y estatal.
Para ser más claros: socialismo hasta un punto y luego liberalismo, fusionando lo mejor de ambas tendencias. Asegurar al individuo un mínimum, unas condiciones básicas para una existencia digna que habilite un estado social en donde sea finalmente la idea de libertad la que prevalezca: 

“En verdad, se podría defender bastante simpáticamente esta posición máxima: asegurar (por socialización, o como fuera) a cada individuo, esas necesidades gruesas, pero como punto de partida para la libertad, a la cual se dejaría el resto” (obra citada, pág. 79)

Y aunque señala que van a darse diferentes puntos de vista -según el talante socialista o liberal de ocasión- respecto del momento adecuado para “abandonar” al individuo a la libertad, considera que hay un mínimo –un socialismo de “primer grado”- que es deseable asegurar: acceso a la educación, a los servicios de salud, a la vivienda, a la alimentación, a la vestimenta y a un derecho fundamental: el de tener una tierra de habitación; y todo con “una obligación de trabajo correlativa” por parte de los individuos asistidos.
Y advierte que en todo este proceso de fusión de horizontes ideológicos, de complementar antes que de oponer, es vital dejar de pensar el problema social en términos de problema de clases, en los términos -que consideraba negativos, confusos y simplistas- de burgueses y proletariados:

“Idea simplista; de gran valor de combate, y hasta ahora pragmáticamente buena en cierto efecto grueso, en cuanto tendió en el plano de la acción a mejorar en algo las condiciones del trabajo manual; pero simplista, lo repito, y de tal poder confusivo que hace imposible resolver y hasta pensar. (…) En cuanto a mí, no me gusta, o no me parece conveniente, pensar por “clases”; ni creo que se deba; se piensa y se siente y se resolvería mejor el problema, observando, juzgando y proyectando las que fueran las mejores organizaciones desde el punto de vista del bienestar de la seguridad, de la igualdad, del mejoramiento, del estímulo, de la libertad, de la fermentalidad, sin esas divisiones. (obra citada, pág. 63)

A grandes líneas, esta es la solución de elección que para el problema social propone Vaz; y más allá de la solución concreta -atendible y discutible- que presenta, resulta importante la perspectiva que sobre el asunto arroja y que entiendo es vital incorporar en nuestra cultura y práctica política.

Vaz Ferreira como guía para nuestras prácticas políticas

 “Comprender bien que todos los que piensan sensata y acertadamente sobre los problemas sociales, deben estar de acuerdo parcialmente; y comprender sobre qué deben estar de acuerdo y sobre qué, solamente, han de recaer sus posibles divergencias.” (obra citada, pág. 93)

Así, para quienes, en términos del lenguaje vazferreireano, no estamos “fanatizados ni unilateralizados”, ni creemos en que las “oposiciones polarizantes” y la “lucha de clases” sean lo mejor para nuestra democracia, el planteo de nuestro principal filósofo oficia como una guía, como una necesaria apelación a la moderación y el consenso, a un acento que nos remite al justo medio aristotélico, a la tarea de evitar los extremos y priorizar la búsqueda del bien común por sobre otros intereses particulares.
Frente a un nuevo período de conducción política en el país y ante la probabilidad de que finalmente terminen primando las prácticas y políticas polarizantes, y sigamos amarrados a las guerras de poder entre familias ideológicas, bien vale volver a colocar el planteo de Vaz Ferreira en el escenario del debate público.
Mucho necesitamos de  su apelación a la búsqueda de acuerdos como punto de partida para concretar acciones que beneficien al conjunto de la ciudadanía., de su modo de sintetizar un republicanismo liberal que representa lo mejor de nuestro siglo XX.
Su búsqueda y planteo de una ética mínima como base para alcanzar una fórmula de consenso social que mejore nuestra vida en común, y que a la par nos haga más libres como individuos, sigue representando un faro en el horizonte.

viernes, 10 de enero de 2020

La cultura a la calle y en circulación

Comparto mi artículo La cultura a la calle y en circulación, publicado originalmente en el portal de noticias Agesor: http://www.agesor.com.uy/noticia.php?id=42733
Y que pueden leer completo también aquí:

La cultura a la calle y en circulación


En pocas horas más dará inicio en la ciudad de Mercedes una nueva edición de un evento sin comparación: el Jazz a la Calle. He participado como espectador en todas las ediciones y, a poco más de una década de iniciada esta aventura, ya se percibe en toda la ciudad su positivo efecto cultural. Se ven niños y jóvenes con sus instrumentos musicales a cuestas, incluso niños tocando en el patio de la Manzana 20, el lugar  elegido por los músicos para sus inspiradas sesiones de Jam. Y, sobre todo, se percibe un aire de interés y formación por el lenguaje y la sensibilidad musical, lo cual traspasa el ámbito específico de la música para convertirse en un aporte cultural que va generando un sedimento diferencial a favor del lugareño y todos aquellos que participan de la experiencia, llevándose consigo un valor fundamental: un salto de calidad en su apreciación estética y un incremento de su capital cultural.  
Uno de los aspectos centrales de la propuesta, más allá de los espectáculos que noche a noche se desarrollan en el escenario principal, es la realización diaria de las llamadas Clínicas, donde músicos de diversos lugares del mundo interactúan desde un plano formativo con los asistentes, reflexionando sobre las diferentes aristas conceptuales y prácticas que hacen al oficio del músico.  Este punto es clave: la apreciación de un hecho cultural requiere siempre la formación de una subjetividad que logre valorarlo. Y esta siempre es una tarea de largo aliento. Y de largo alcance, claro. En tal sentido, incluso han ido a más: el Jazz a la Calle se ha transformado en un movimiento cultural que funciona durante todo el año, constituyéndose como una Escuela de Música que brinda una excelente formación para niños, jóvenes y adultos, a la par que organizan toques frecuentemente.
De este modo, el Movimiento Cultural Jazz a la Calle ha logrado convertir en efectiva realidad lo que desde su declaración de principios plantea como objetivo: “promover y difundir, por todos los medios a su alcance, la música en su más pura neutralidad a través del conocimiento ético, que comienza con la ampliación de las fronteras de la inteligencia, el espíritu, los afectos y la emotividad de nuestro colectivo social contribuyendo de esta manera a conformar una columna de seres humanos sensibilizados y comprometidos con la generación, re creación y percepción de la realidad teniendo como sólido puntal la música sustancial que promovemos y difundimos tanto en sus formas como en sus contenidos”, desde un entendimiento que visualiza todo el proceso como una “reconstrucción social y humana a largo plazo cuyo fin es impulsar la música como herramienta, como intermediaria entre lo que somos y lo que queremos ser promoviendo la transformación de las personas, de trabajar los valores y una nueva percepción de la realidad a través de los sentidos”. ( http://www.jazzalacalle.com.uy/acerca_de.html )
Esta Movimiento de cuño mercedario nos enseña, pues, que las políticas culturales deben focalizarse en la construcción de una subjetividad ciudadana caracterizada por su capacidad de apreciar una rica grilla de experiencias estéticas, de poder acercarse a diferentes registros de la sensibilidad y el intelecto, insumos principales de toda cultura. Y la cultura es, en definitiva, el principal valor y reflejo de una comunidad. 
En este mismo sentido, hace un par de años  tuve la oportunidad de participar en la puesta en marcha del Sistema de Circulación Cultural impulsado por la Dirección Nacional de Cultura del MEC, desde un lugar que tiene que ver en buena medida con lo que sucede con las Clínicas y la apuesta a la formación permanente del Jazz a la calle: acompañando a los espectáculos que se pusieron en marcha, llevé adelante talleres de reflexión sobre el concepto de cultura y el vínculo entre la educación y el capital cultural, a los cuales asistieron estudiantes, docentes, artistas, comunicadores, gestores culturales y todos aquellos ciudadanos (que, por cierto, fueron varios) interesados en los temas propuestos. Los talleres se realizaron en las ciudades de Mercedes, Fray Bentos, Salto, Paysandú y Bella Unión, abarcando el espacio regional donde se puso en marcha ese primer tramo del Sistema de Circulación Cultural, en una apuesta territorial que buscó incluir a todos los uruguayos sin excepción, en tanto la descentralización cultural es un aspecto clave.
Ambas experiencias, en donde participé desde diferentes roles, han fortalecido mi comprensión de que es vital entender que no alcanza con la puesta en escena de un hecho artístico. El impacto cultural se da particularmente cuando la reflexión se hace presente, cuando acompaña y enriquece, cuando la apuesta es al diálogo, al debate, a la formación intelectual, más allá de la importancia que en sí mismo tiene el participar como espectador de los hechos artísticos en concreto. Cuando se baja el telón y el artista deja el escenario es cuando podemos apreciar si ciertamente las políticas culturales han entrado en juego. 
Generar espacios de reflexión implica el paso de real democratización de la cultura: no alcanza con el derecho de acceder, sino que urge apostar al empoderamiento. Las brechas culturales se acortan finalmente desde un escalón siguiente al del acceso. 
Cuando la cultura va a la calle y circula desde la formación permanente es cuando efectivamente estamos construyendo una comunidad que apuesta por los derechos culturales de todos.
Chapeau, Jazz a la Calle, que nos está demostrando que ese camino es posible.


jueves, 9 de enero de 2020

El futuro de la democracia en América Latina

Sobre el tema, los invito a leer mi artículo, sea en esta entrada en el blog o en las Agencias de Noticias Uypress: https://www.uypress.net/auc.aspx?101371 o Agesor: http://www.agesor.com.uy/noticia.php?id=42704


El futuro de la democracia en América Latina

Hace casi una década, en Buenos Aires e invitado por el sociólogo y analista político argentino Gabriel Palumbo, participé como exponente en el Museo Roca de un seminario que instaba a pensar sobre el futuro de la democracia en América Latina. Tuve el gusto de compartir mesa con mi colega argentino Samuel Cabanchik (en ese entonces, Senador Nacional) y con Adolfo Zaldívar (quien por esos años era el Embajador de Chile en Argentina). El afiche de presentación de la actividad señalaba que “los procesos democráticos de América del Sur están cruzados por distintas narrativas que combinan el ejercicio memorístico reivindicativo de un pasado muchas veces ilusorio con un esfuerzo para pensar el futuro.
Y al respecto de esas narrativas en juego, mi participación colocaba en escena un planteo que una década después -o sea, en el futuro a mediano plazo en relación a cuando fue esbozado- me parece necesario reivindicar en varios de sus puntos, particularmente en momentos en que la región se encuentra signada por conflictos, desangrada por enfrentamientos sociales y políticos.
Poco y nada hemos avanzado respecto del futuro que en mi participación se postulaba como necesario de construir. Y en algunos de nuestros países, directamente hemos ido en franco retroceso.
Los invito, entonces, a leer la parte medular de mi exposición de ese entonces (y a generar renovados espacios de debates sobre el tema):

 Dos narrativas, entre el pasado y el futuro

Al embarcarnos en la tarea de análisis de las diferentes narrativas que están conviviendo, nos encontramos con una cuestión que parece haberse convertido en un lugar común de todo análisis político sobre la realidad democrática de estos últimos años en la región: la existencia de dos bloques marcadamente diferenciados. Por un lado, gobiernos que podríamos caracterizar como socialdemócratas, de perfil moderado, en donde finalmente cobran mayor importancia las instituciones que los personalismos políticos y, por otro lado, un bloque de gobiernos de corte populista, confrontativos y nacionalistas, embarcados en la denominada “revolución bolivariana”, con líderes que parecen ser más importantes que las instituciones y en donde las constituciones parecen ser un espacio de reforma y ajuste vinculado al proyecto político de ocasión.
Y, al respecto, no quiero eludir la responsabilidad de tomar parte en el asunto y asumir una clara posición sobre esta circunstancia: el futuro de la democracia en la región tiene que discurrir por canales en donde se deje de lado la nefasta práctica de sustituir el peso de las instituciones por personalismos casi omnipotentes. Hay que fortalecer los Estados de Derecho y generar prácticas de acuerdos y consensos que estén más allá de las figuras políticas rutilantes y más allá, incluso, de la partidocracia, que es otro de los déficits democráticos que aquejan a nuestros países.
Los partidos políticos son actores sustanciales, pero no así su deformación en la práctica, que es la partidocracia, o sea, el defecto de que se gobierne por, para y desde los intereses particulares de las altas esferas de los partidos políticos en el poder.
Debemos pensar en políticas de estado proyectadas a veinte o treinta años en los puntos claves de nuestras sociedades, impulsando que no estén atadas a líderes y partidos políticos eventualmente establecidos en el poder, lo cual genera que el Estado termine convertido en un simple ejecutor de las decisiones de los órganos partidarios.
A su vez, impulsar una política de concordia que pueda ir sustituyendo la práctica de obtener réditos y parcelas de poder sobre la base de impulsar constantemente la teoría del conflicto (y de que sólo una mano dura y el paternalismo político va a poder vencer el “oscuro poder que se esconde tras bambalinas”).
Hace poco el filósofo argentino Enrique Dussel dictó una charla en la Facultad de Humanidades de Montevideo, en la cual señalaba que veía en el proyecto bolivariano la verdadera emancipación latinoamericana. Y en un momento alguien del público intervino señalando “la imposición desde arriba y el afán de perpetuación en el poder” que veía en ese proyecto encabezado por Venezuela, planteando la duda sobre si no se corría el riesgo de que “termine siendo una dictadura en unos pocos años”.
Frente a la interrogante lanzada al ruedo, Dussel responde afirmativamente, señalando que efectivamente puede terminar en una dictadura, pero que hay que partir de cada situación en especial y que en Venezuela hay un punto de partida muy duro y una marcada desventaja respecto de sociedades como las de Uruguay, en donde las democracias parecen estar consolidadas y que, entonces, hay que entender que “cuando Chávez en Aló presidente los domingos se pasa 5 horas en un programa de televisión, la gente se ríe y dice que parece un artista de cine, pero el hombre está ahí realmente haciendo la tarea de un maestro de escuela, explicándole a la gente todo lo que está pasando. Es una escuela, pero una escuela casi primaria muchas veces”.
Y yo creo, a diferencia de Dussel, que precisamente esta actitud es parte del problema y no de la solución. Esa forma de infantilizar a las instituciones, a las organizaciones sociales, a los ciudadanos, dejándolos a todos bajo el ala de la figura paternalista, del gobernante devenido en Maestro iluminado, es precisamente una práctica que hay que desterrar de nuestro imaginario y quehacer político.
Ya hemos visto en nuestra región cómo a veces el maestro se efectiviza en el cargo por medio siglo y disfruta de variados privilegios, a la par que abona la prédica de colocar al ciudadano en el rol del pequeño niño que hay que guiar y cuidar porque no puede andar por sí solo, ni tiene conciencia sobre los peligros y riesgos morales del “perverso mundo” que le rodea.

El futuro es aristotélico

El futuro de la democracia en América Latina debe orientarse a la asunción de su mayoría de edad, al encarnar políticamente sus responsabilidades como sociedades adultas. Y si hemos de volver a algún punto reivindicable del pasado como proyecto saludable de futuro, tendríamos que irnos unos cuantos siglos atrás para instalarnos en la cuna del nacimiento de la filosofía occidental, regresar a la obra mayor de nuestra cultura en el terreno de la filosofía política, La Política de Aristóteles.
La idea de priorizar la consolidación de una democracia republicana por sobre otros modelos posibles de gobierno y la práctica política vinculada al desarrollo de determinadas virtudes éticas, entre las que cuenta el evitar los extremos y defender la alternancia entre las condiciones de gobernante y gobernado, sigue siendo un proyecto político radical.
Algunos entienden que la posición de Aristóteles es conservadora y que su “punto medio” como propuesta ética y política, en donde impera la búsqueda del bien común a partir del cultivo de virtudes como la moderación, la prudencia y la razón dialogante, puede ser finalmente asunto bueno para que nada cambie. Por el contrario, la experiencia política latinoamericana nos enseña que radicalizar posiciones es la manera más cómoda de plantarse en la arena política y la mejor manera de ser un conservador.
La importancia de los Estados de Derecho, el dejar de lado las viejas teorías del conflicto y los eslóganes del “todo o nada”, la apuesta por políticas públicas a largo plazo y la superación de la lógica de “la reinvención permanente de la rueda” (cada vez que llega un nuevo gobierno al poder viene dispuesto a formatear el disco duro de todo lo anterior y arrancar casi de cero para poner en práctica las nuevas verdades reveladas) son elementos cruciales para conformar el futuro que América Latina se merece.
Esto, claro, requiere terminar de desterrar las prácticas políticas de imponerse a los gritos y el romanticismo de los “héroes de clases”. Se necesita, en todo caso, otra forma de “heroísmo” y “valentía”, mucho más difícil de poner en práctica: el diálogo sereno, el respeto por las diferencias, priorizar la vía de la argumentación, de la persuasión en base a buenas ideas, praxis imprescindible de madurez democrática.
Más que el interés de clase y el conflicto permanente, necesitamos contar con ciudadanos que piensen y actúen efectivamente en función del bien comunitario. Ese el objetivo primordial: el bien común. Y es algo que no se consigue a los gritos ni desde la épica de la violencia como “partera de la historia”.
El privilegio de poseer una vida política sin mayores sobresaltos, fundada en una civilizada convivencia política, es un reto primordial para nuestra Latinoamérica.
En este presente de la región, radical es aquel que sostiene la importancia de los equilibrios y pregona la necesidad de quebrar el viejo vicio político de gobernar sin el otro. Más importante que el gobierno de un partido es el conformar un sistema de partidos que sea capaz de generar políticas de justicia social más allá de quién sea el siguiente presidente.
Por supuesto, a los que viven la política como un hincha fanático vociferando desde la tribuna del estadio de fútbol o a quienes solo conciben la política como un espacio de conflicto permanente (y ensalzan dicha visión como el único signo de capacidad “crítica”), les resulte casi intolerable tanta moderación democrática.
Hay que vacunarse contra los discursos que alientan el fanatismo y la simplificación de dividir el mundo en buenos y malos. La realidad es menos cómoda. Y la palabra consenso es un concepto de una radicalidad democrática que no pueden entender quienes entienden que lo radical es imponer bajo cualquier costo y por cualquier medio la posición propia.
Buscar consensos no es desconocer las luchas de intereses, ni los juegos de poder, ni supone ser ingenuamente neutral, sino tener madurez política como sociedad. El que ha naturalizado la neutralidad está en el otro extremo del que sólo ve poder e intereses en todos lados (sobre todo, los “perversos intereses” del otro) y ha quedado paralizado para pensar junto a los demás. Son dos caras de la misma moneda.
El ciudadano que resulta vital a la hora de construir democracias saludables es el que no está en esos extremos, es el que está en el punto medio, en donde se reconoce la presencia de los intereses y los juegos de poder, pero supera esa barrera para buscar puntos de encuentros y apreciar los mejores argumentos en busca de resoluciones colectivas a problemas en común.

Hacia una cultura de la otredad y la madurez política

Es necesario y urgente comenzar a educar en prácticas argumentativas adecuadas a las exigencias democráticas y en una educación que priorice la diferencia por sobre la igualdad, en la medida que somos iguales en la diferencia y sólo generando una cultura de la otredad estaremos en condiciones de lograr acuerdos sociales que, respetando las ideas del otro, garanticen la debida igualdad.
Debemos ponernos a resguardo de aquellos modelos de gobierno en donde lo que reina es la desigualdad por imposición de ideas de quienes ostentan el poder político o la mayoría ideológica de turno.
Proyectar un futuro de democracias latinoamericanas finalmente maduras y colaborativas entre sí, unidas en lo interno y hacia afuera para superar sus problemas de desigualdad social, supone asumir el reto de dejar de lado el uso del poder político como generador de conflictos dicotómicos estériles, incorporando una agenda de fuerte contenido social que busque superar sus problemas en términos cooperativos.
Mi apuesta es por una concepción de América Latina desde una tradición humanística que apuntale la formación y la responsabilidad de quienes conducen los países de nuestra región. El principal escollo somos nosotros mismos y el futuro sigue estando –como siempre- en nuestras propias manos. La tarea es difícil, pero no imposible. Y nos urge intentarlo.